Desde niña, amo a los animales.
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De fauna...
¡Pero es que me gustan todos! Los cánidos, los félidos, los úrsidos, los púlpitos. Me encantan los equinos, los caninos, los gatunos, los ratunos. Los ávidos, los lóridos, los péscidos, los bóvidos, los lamelibranquios. Menos los bicéfalos y las cucarachas... todos son bonitos. En fin, lo mío sí que es zoofilia. Tampoco me gustan las escolopendras.
Uno de los animales que recuerdo con más cariño fue el último gato que tuve. Nanini. Como el ciclista... Nanini y yo vivimos apasionantes aventuras. Fue mi gato favorito. Hasta que un día se le ocurrió dar a luz a ocho. Gátidos. Desde entonces lo llamé Nanina... Hay que ver. Qué escondido se lo tenía... ¡No te puedes fiar ni de tu propio gato!
Todavía recuerdo la tarde en que Nanini me dio una sorpresa. No era mi cumpleaños. Pero le dio igual. Las sorpresas son sorpresas cuando no tienen motivo. Y aquel día, Nanini, me sorprendió.
Recuerdo subir la cuesta hacia mi casa en pletórica agonía. Reptaba cuesta arriba con mi habitual aspecto: bolso al hombro, libros en mano, carpeta bajo el brazo, varias bolsas de la compra colgando en las muñecas, abrigo en equilibrio sobre el hombro izquierdo, pañuelo enroscado en el bolso. Y en el dedo índice, derecho como una escopeta, enganchadas las llaves, que, por puro capricho, solía guardar allí.
Y por fin llegué. La casa era terrera, así que con una rodilla abrí la cancela. Apoyé las bolsas en el suelo, dejé los libros en el alféizar, recuperé mi abrigo que había perdido el equilibrio, sacudí la mano para poder coger las llaves y, con gesto triunfal, las introduje en la cerradura. La puerta se abrió lentamente.
La Naturaleza me llamó en ese instante, y en lugar de entrar, giré la cabeza hacia el campo justo enfrente de mi casa. Qué maravilla. El silencio, el verde, el cansancio, el sofá. Cuando de repente salió, de entre los arbustos, Nanini. Mi gato favorito, que al verme llegar acudía solícito a saludarme. Así da gusto llegar a casa. Me quedé en la puerta, con mi más reconfortante sonrisa, viendo como Nanini venía corriendo hacia mí con una flor en la boca. ¡Qué tierno mi gato! ¡Gitano!
¿Pero qué flor era ésa? ¿Un Tulipán Negro acaso? Cerré los párpados intentando aguzar la vista, me encogí para alcanzar su altura... La flor era exótica. Tenía tallo. ¡Y el tallo se movía! Empecé a repasar rápidamente la amplia lista de flores con tallo móvil archivadas en mi memoria. Y en ese trance estaba, cuando Nanini se coló entre mis piernas, entró como una flecha en casa, abrió la boca y soltó algo que empezó a correr a la velocidad de la luz, como ratón que se lleva el gato.
Tardé muy poco en darme cuenta. Era una bola de pelo gris, orejas grandes, bigotes largos, ojos negros y redondos, rabo descomunal, gritaba algo así como "oink, oink", ¡y estaba viva! ¿Pero qué clase de flores se cultivan en Canarias? ¡Vaya sorpresa! A pesar de todo reaccioné con elegancia. Cerré la puerta de un golpetazo, me alisé el cabello que se había puesto de punta y, con rencor visceral hacia mi gato, me quedé traspuesta detrás de la ventana viendo cómo, dentro de mi casa, Nanini jugaba al gato y el ratón con mi Tulipán Negro.
Esa tarde aprendí cómo se pone las botas un gato. Y al anochecer, cuando la primera gota de lluvia cayó en mi nariz, entendí plenamente aquel proverbio que dice: "De fuera vendrá quien de casa te echará..."