
Ha caído tanta agua en las últimas semanas... Y lo extraño es que esta isla sigue a flote. ¡Y las demás también! Espectacular... Con razón las llaman Afortunadas... Aunque estoy segura de que si nos pusiéramos a saltar todos juntos terminarían hundiéndose. Porque entre el agua que chupan del mar y la que cae del cielo tienen que tener sobrepeso. Sólo espero que a nadie se le ocurra dar la orden... Yo, por si acaso, vivo en alto. Por si se hunden los bordes... De todas formas no les viene mal pesar un poco. Para que no se las lleve la corriente...
Recuerdo una vez que fui a Las Palmas. En barco. El mar estaba echado. Como un verdadero plato. Y de repente llegó, nada más y nada menos ¡que mi ex vecino de enfrente! Entró cargado de gracia y belleza y, como quién no quiere la cosa ¡se me sentó al lado! No podía pedir más. ¡Ochenta minutos con un bellezón solo para mí! ¡Y atado al asiento! Neptuno estaba conmigo aquel día, que si no... Todos los dioses del Olimpo me protegían aquella tarde. No quedaba otra explicación. Con todos los asientos libres que había y lo grande que era el barco ¡se había sentado conmigo! Y con mi hija... Pero mi hija tenía los auriculares puestos. O sea que...
Con gran disimulo saqué el espejito del bolso y, agachándome de manera elegante y displicente, me eché un rápido vistazo. El rizo de la izquierda estaba bien colocado. La boca estaba en su sitio y las pecas seguían en la nariz. ¡Qué suerte! Reunía las condiciones óptimas para una travesía romántica. ¡No sabía mi ex vecino con quién se había sentado! A partir de ese día ya no sería el mismo. Tenía tiempo suficiente como para embrujarlo, arrebatarlo, atraerlo, embelesarlo, seducirlo, cautivarlo, fascinarlo y todos los arlos, erlos e irlos que uno pueda imaginar.
Así que lo recibí con un discreto "¡Hooooooolaa!" Tras lo cual empecé a pensar cuál de mis famosas artimañas utilizaría en aquel momento. Mientras pensaba y pensaba y no me decidía, noté cómo los motores del barco se ponían en marcha. Y fue entonces cuando se me ocurrió mirar por la ventanilla... Se conoce que no había llovido aquel verano, la tierra estaba seca y no pesaba. Lo cierto es que la isla empezó a moverse como diablo que se lleva la corriente. Subía, bajaba, se retorcía, el muelle aparecía y desaparecía como por arte de magia. Las nubes bailaban, las montañas giraban, las casas se agitaban ¡Todo se movía en aquella maldita isla!
Empecé a sentir cómo el cabello se me alisaba, el cuerpo me abandonaba y la piel se me iba poniendo de un extraño color verde que no sé reproducir. Yo creo que me quedé hasta sin pecas. Miré de reojo a mi hija. Estaba hecha a mi imagen y semejanza... Miré de soslayo a mi compañero de viaje, que, amablemente, sacó una bolsita del asiento y me la puso, como pudo, en la mano. El barco seguía anclado. Pero no importó. Dana y yo compartimos la bolsita como buenas amigas. Qué menos... Primero yo, después ella, otra vez yo. Y así...
Hasta que terminamos. Y nos quedamos deshechas, rotas, aniquiladas, tiradas en el asiento como dos muñecos de trapo. En silencio. A mi ex vecino tampoco se le oía. Sólo intuía su presencia. Silente. Hasta que la corriente se llevó a Tenerife. Y la vi cada vez más lejos. Moviéndose y saltando como si estuviera poseída. El resto del viaje me lo pasé en babia. Pegada al asiento mientras una lágrima de indignación rodaba por mi mejilla sin llegar a caer nunca a ningún lado. Quejándome. Inmóvil. Los ochenta minutos se me hicieron eternos. Yo creo que fueron ciento diez. Y por fin vi a lo lejos Gran Canaria. Que se acercaba a ritmo de salsa.
Nunca hablé con mi ex vecino. Ni siquiera lo miré. Tardé días en recuperarme de ese viaje y todavía hoy, mientras escribo, siento un cierto no sé qué que no me gusta. ¡Y todo por culpa de la sequía! Desde entonces sólo viajo cuando llueve. Para que a la isla no la mueva la corriente.