A ti, con todo mi cariño
El día que recibí la invitación para la boda me volví loca de alegría.
Me encantan las bodas con sus arroces. Sus campanas al viento. Sus tartas gigantes. Pero sobre todo me encanta que esta vez no me haya tocado a mí. Que ya con una tuve bastante. Y eso que fue por lo civil. ¡Pues me tiraron arroz igual...! Hasta que me llegó un proyectil directo al ojo y me dejó bizca el resto del día. ¡Total...! No había mucho que ver. Estaba lloviendo a cántaros y la gente aprovechaba para decirme "¡Novia mojada, novia afortunada!" Pero lo que mal empieza...
De aquella boda salí hecha una paella, tuerta y empapada. Con tanto superávit de arroz, que, segura de tener provisiones de por vida, me inventé una frase que me catapultó, un año más tarde, a la miseria más miserable. ¡A Dios pongo por testigo! ¡A Dios pongo por testigo... de que jamás volveré a pasar hambre! Pero me equivoqué: me divorcié, no hubo testigos... ¡y encima pasé hambre! Desde entonces mi lema fue: "¡Ya no quiero ni un testigo de que jamás volveré a casarme!" Y eso es lo que he hecho. Aunque me ha resultado muy difícil, debido a las múltiples y recalcitrantes propuestas de matrimonio que he recibido durante estos últimos veinte años...
Sábado. Ocho de la mañana. Peluquería. Qué bien... Para una boda de tanta vergadura ¡no iba yo a ser menos! Así que me dejé... Empezaron haciéndome las manos y los pies. Hay que ver ... ¡Y yo que creía que esas cosas venían de nacimiento! Así que les di mis extremidades incompletas y dejé que me las hicieran a su forma y semejanza. Y allí estaba yo, tendida en un sillón reclinable, con los pies en una palangana, las manos en otra y la cabeza hacia atrás de espaldas al espejo. Y mientras una me reconstruía manos y pies, la otra me llenaba la cara y el pelo de emplastes y pegotes a ritmo de turbo secador.
Lo más divertido fue cuando a la chica de las manos se le cayó la palangana encima de mi barriga. Fue formidable. Porque el agua estaba caliente. Y como yo tenía ganas de ir al baño y no podía, me dieron la oportunidad de hacerme pis encima sin que nadie se enterara. Les di las gracias amablemente y al poco terminamos la sesión. Cuando me di la vuelta y me miré al espejo una indecente duda se apoderó de mí. ¿Quién sería esa negra de labios naranja que tenía enfrente? ¿Dónde estaba yo con mis manos y mis pies? ¿En qué momento había entrado esa persona en la peluquería sin ser vista? ¿Por qué esa negra me recordaba tanto a alguien?
Del susto me reí. Ella también. Nos reímos frente a frente. Y cuando me dispuse a presentarme para preguntarle si Canarias era de su gusto, me fijé en sus dientes. Qué dientes tan característicos y desiguales... ¡Pero si eran igualitos a los míos! Por segunda vez se me ocurrió una indecencia. ¿Por qué ese espantapájaros tenía mis dientes en su boca? ¿Qué hacía esa negra mojada delante de mí? ¿Dónde estaba mi hija para ayudarme? Me busqué insistentemente debajo del sillón, detrás de la puerta... ¡e incluso me llamé! Mientras, la negra jugaba a imitarme todo el tiempo. Y de repente, tomé conciencia de la dura realidad. ¡La negra no era otra cosa sino yo! ¡Con mis dientes y mis manos! ¡Y unos caracolillos que no había visto nunca! ¿Pero qué había pasado en ese antro? No se contentaron con las manos y los pies. ¡Me habían vuelto a hacer entera! ¡De arriba a abajo! ¡Y de otro color! ¡Brujería! ¡Brujería!
Salí espantada de allí, no sin antes haber pagado un ojo de la cara, para completar la transformación... Y fue tanta la prisa que me di, que al ponerme los zapatos, se me quedaron los pies pegados a la tela, de tan bien pintadas que estaban las uñas... Y por fin llegué a mi casa, con los zapatos integrados, el cuerpo empapado, la boca naranja y miles de caracolillos de pelo encogido en la cabeza. Lo único que quedaba de mí eran los dientes. Vaya... Total que me metí en la ducha, me despinté las uñas, me peiné como siempre, me puse mi traje color natilla y unos zapatos que casi no dolían y me fui, sintiéndome yo misma, a la Orotava. A la boda de la niña.
No suelo llorar en público. Reservo esos momentos para explayarme en casa. Pero cuando la novia entró espléndida a la iglesia, sin su padre al lado, un nudo insoportable me cerró la garganta y dos lagrimones resbalaron sin querer mejilla abajo mojándome hasta el traje. Es que las bodas, el agua y yo no nos llevamos... La ceremonia fue preciosa y el convite inigualable. Y allí estuviste tú, disfrutando de la fiesta, en el sitio que te habíamos reservado, todos y cada uno de nosotros, en el corazón.
Y al final me dieron un puro.