miércoles, 27 de febrero de 2008

Essaouira, ida y vuelta.

En el coche, camino a Essaouira, me entretuve pensando en las insólitas propiedades del té verde.

Era té, era verde y era diurético. Lo supe por el intenso escalofrío que me atenazaba y por las ganas incontrolables de bajarme del coche y tomar café. Así que intenté distraerme mirando el paisaje. Alguna parada haremos, pensaba. Pero por mucho que me estrujara los ojos allí no había nada. Ni una cafetería, ni un bar, ni una mísera gasolinera. Nada. Una inmensa carretera que llegaba al horizonte y un precioso valle, pasto y olivos. ¿Y los arbustos? ¿Dónde estaban los arbustos?

Deseché la idea y seguí mirando. Los olivos no estaban mal. Podrían servir para mis propósitos. Pero fijándome bien descubrí que estaban llenos de mariposas. ¡Mariposas gigantes! Me quité las gafas para ver mejor. ¡Qué mariposas tan raras! Tenían cuernos, cuatro patas y decían "be". Lo más parecido a una cabra que he visto en mi vida. ¡Pues sí que es rara la fauna ibérica de Marruecos...! Serpientes en forma de cinturón, ovejas karakul y ahora, mariposas tipo cabra... No salgo de mi asombro.

Naturalmente no me bajé del coche. ¿Y si mientras estaba debajo del árbol se me caía una mariposa encima...? Así que esperé pacientemente hasta que divisé, a lo lejos, una especie de construcción. Resultó ser un bar de carretera. ¡Con baño! Me encantan los baños de Marruecos. Tienen una estética limpia, austera, lineal, sencilla y minimalista. Tan minimalista era el baño de aquel bar, que sólo había cuatro paredes y un agujero en el suelo. Adorable. Me alegré por el encargado de la limpieza. Ni Pronto ni paño... Así que lo celebré con un té verde y seguimos camino a Essaouira.

En Essaouira, la ciudad blanca y azul, todos son parientes de Geppetto. Ya sé que San José también es carpintero, pero mucho me temo que, en este caso, pertenece a otra dinastía. Lo primero que hice al llegar, fue tomar café. Ya repuesta y mucho más ligera, me dediqué a ver la ciudad. Pero como no encontré a Pinocho por ningún lado, decidimos, después de comer, emprender el camino de vuelta.

Entre Essaouira y Marrakech hay una cooperativa de mujeres que se dedica a trabajar semillas de argán. El argán es el árbol de las mariposas gigantes, tan parecido al olivo. Resulta que las mariposas se comen el fruto del árbol dejando la semilla al descubierto. Y de la semilla se obtienen muchos productos: aceites, cremas, miel, champú, jabón... En fin, esa semilla es como el cerdo. Se aprovecha toda.

A las cuatro de la tarde el sol de Marruecos es más brillante que en ningún otro sitio. Me bajé del coche regañada y casi ciega por la luz tan devastadora que me envolvía. Me dirigí a duras penas hacia un portalón oscuro del que provenía un silencio de ultratumba. Y, nada más pisar la puerta, se oyó un grito estremecedor: ¡Luruluruluruluruuuuu! Unas quince mujeres empezaron a chillar. ¡Todas juntas! Moviendo la lengua arriba y abajo, haciendo una escandalera indescriptible y produciendo el grito más terroríficamente agudo que había oído en mi vida. Y allí estábamos nosotros, a la hora de la siesta, y sin saber qué estaba pasando.

Qué susto me llevé. Estuve a punto de salir corriendo. Pero una chica muy amable nos explicó que nos estaban dando la bienvenida. ¡Que original! Espero que todos los que paren allí tengan el corazón a prueba de grito. Aunque me da que un día de estos, como no moderen la bienvenida, las chicas se van a llevar un disgusto...

Pero no hay susto que por bien no venga. El aceite relajante de argán es fantástico. Esa misma noche lo probé.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Valle del Ourika

Cuando el guía nos dijo que íbamos a ver el atlas, me quité las botas y me puse los zapatos. Faltaría más...

Seguimos el curso del río por una estrecha vereda flanqueada por casas de piedra y adobe encaramadas a la roca. El agua era de una limpidez inusitada, ensanchándose el río a medida que íbamos ascendiendo. Y el silencio, roto de vez en cuando por una carreta, dejaba oir claramente el murmullo del agua en su carrera.

Me pasé todo el camino preguntándome cómo sería el atlas. ¿Tendría tapas duras? ¿Los mapas serían en color? ¿Tendría muchas páginas? Pero sobre todo me asaltaba una gran duda. ¿Por qué nos alejábamos de la ciudad? ¿Dónde tendrían las librerías los marraqueños?

Me sumergí en la belleza del paisaje. Estábamos en el valle del Ourika. ¡El territorio de los pueblos bereberes! ¡Los hacedores de alfombras! Centenares de alfombras, tapices y kilims lucían, tendidos al sol, al borde del camino. Como si las laderas de la montaña estuvieran forradas de colorines. Qué espectáculo tan magnífico. A la izquierda el valle, con sus aguas transparentes. Y a la derecha la montaña, tapizada de colores.

La carretera terminaba justo al pie de una enorme cordillera. Imponente. Pero me da que el guía se equivocó de recorrido, porque el atlas no lo vi por ningún lado. Así que nos paramos en una casa llena de alfombras. Nos atendió un bereber corpulento y fortachón, con una larga chilaba y unos ojos impresionantes. Nos acomodó en un salón inmenso, trajo té y empezó el regateo. No íbamos a comprar nada, pero salimos de allí con dos kilims y una enorme alfombra naranja. ¡Qué ganga! Nos salió tan barato que no llevaba cambio y tuve que pagar con tarjeta...



Pero no importa. La alfombra es de pura lana. Pura lana de oveja karakul. ¿Karakul...? Pero a quién se le ocurre... Ovejas karakul... Algo grande tiene que haber pasado entre las ovejas y los marraqueños para que las llamen así. ¡Menos mal que las ovejas no hablan árabe, que si no...!

El bereber me quiso cambiar por dos alfombras. Necesitaba una mujer que atendiera el negocio. A mí dos alfombras me pareció poco, por eso prefiero no contarlo, así que le di un codazo a mi no pareja y le dije con la mirada: ¡Regatea! Pero creo que no me entendió porque estuvo a punto de aceptar. Menos mal que no se llegó a un acuerdo... El bereber no estaba mal, pero no me apetecía nada pasarme el resto de mi vida rodeada de karakul. Por muy suave que sea su lana. Es cuestión de olfato.

Total que regresamos al hotel. Con dinero de menos, alfombras de más, zapatos embarrados, indigestión de té verde, ojos llenos de colores y una inefable certeza: en Marruecos no hay atlas.

jueves, 14 de febrero de 2008

Zafferano en Marrakech (II)

Medio Oriente es fantástico. Como llegamos por la noche tuve que esperar hasta el día siguiente para ver la otra mitad. Pero me gustó también.

El primer día hicimos una visita histórica. Qué ciudad tan portentosa. Daba gusto cruzar la calle. En la misma vía circulaban coches, bicicletas, motos, guaguas, caballos, carretas, ciclomotores, calesas, carricoches, burros y personas andando.¡Y en todas direcciones! Y allí estaba yo, sintiéndome parte del tráfico rodado, intentando llegar a alguna acera que cada vez se me antojaba más lejana.

Camuflada entre la gente me dediqué a observar el caos monumental que tenía delante. Parecía un baile sincronizado. Se deslizaban los vehículos, los animales y la gente, ignorándose los unos a los otros hasta cruzarse entre sí a pocos centímetros de distancia. Qué fácil parecía. Pero hay que ser marraqueño para cruzar bien una calle. Lo aprendí el primer día...

Con una enorme sonrisa me lancé al tráfico. Quería bailar como ellos. Pero no me salió. Así que empecé a saltar sollozando mientras los coches me rozaban, las bicicletas me pitaban, los burros me rebuznaban y todo el mundo se quedaba asombrado con mi nuevo baile: la muerte del cisne.

Después de varias piruetas y un par de cabriolas logré llegar al otro extemo. Este ritual se repitió durante toda mi estancia allí, a pesar de que mi no pareja intentó convencerme de que no llorara mientras cruzaba la calle. No fue posible. ¡Con lo bien que se ve la Kutubia desde lejos! ¡Total, es igual que La Giralda! Pero en otro idioma.

Al final la vimos desde fuera, porque resulta que los canarios no pueden entrar en las mosquitas. No sé. Será que no cabemos todos... Pues dando saltos logré llegar a la plazuela de Jamaa el Fna. Cruzando un camino que daba a la plazoleta había un montón de calesas en fila. Con todos sus caballos. Mira que son ingeniosos estos marraqueños. Han ideado un pañal para caballos, así mantienen limpia la ciudad de caca. ¡De caca de caballo...! ¡La ciudad es muy bonita...! Así que gracias a este pañal sólo tienes que esquivar los charcos de pis. Genial.

Ya en la plaza y echando un efímero vistazo, pensé que el emperador había convocado un baile, de tantos trajes largos que vi. Todo el mundo iba muy elegante con su ropa de fiesta y sus velos. Y qué preciosidad de colores. ¡Si algunos hasta llevaban sombrero! Y así, rodeada de sedas, damascos y brocados, empecé a adentrarme en el corazón de Jamaa el Fna.

La plaza estaba abarrotada de gente, burros y de las omnipresentes bicicletas y ciclomotores que circulaban a toda mecha entre las personas. Entre bocinazo y bocinazo se distinguía el dulce sonido de una zambomba. O era una gaita marraqueña. No recuerdo bien. Creando una atmósfera mágica y mítica que soliviantaba el corazón. Yo miraba boquiabierta, rodeada de acróbatas, contadores de cuentos, magos, encantadores de serpientes... Mientras, el aire se iba llenando con el olor de las especias y los fritos de pescado que venían de los chiringuitos que empezaban a aparecer como por arte de magia.

Me paré en el centro de aquel paraíso, cuando de repente vi a un hombre larguirucho, con una túnica hasta el suelo, que se dirigía hacia mí a una velocidad impredecible. El señor movía los brazos, abiertos hacia el cielo, sosteniendo entre sus manos un cinturón de considerables dimensiones. No me dio tiempo de nada. Cuando me di cuenta el marraqueño estaba plantado ante mí y me había colgado del cuello una serpiente. ¡Una serpiente! ¡Pero qué clase de cinturones usan los de allí!

Me quedé paralizada como un perro a punto de cazar la mejor pieza. Los ojos estuvieron a punto de escapárseme. Así que los cerré. Sentí ese cuerpo víscido enroscarse en mi cintura mientras su dueño repetía: ¡Foto, foto! Por lo que maldije interiormente a la serpiente, al hombre, a la plaza, a los burros y a unos cuantos monos que había por allí. Pero me hice la foto. Salgo realmente horrenda. Serpiente entre las manos, ojos cerrados y una mueca indescriptible de asco y desesperación.

Así que la foto no me sirve. Por culpa de mi no pareja que no supo captar bien ese momento de gloria irrepetible. Porque sin lugar a dudas, la foto no la voy a repetir. Jamás.

Tengo la impresión de que no me da el papel para seguir escribiendo. No pensé alargarme tanto. Seguiré otro día. Cuando no sea la hora de cenar.

domingo, 10 de febrero de 2008

Zafferano en Marrakech (I)

Yo, Zafferano, valgo ocho mil camellos.

Con esta sublime certeza vuelvo hoy a casa. Cansada. Feliz. Y sin un duro.
No es un día para escribir. Me cuesta demasiado pensar en castellano. Así que voy a publicar un par de fotos. Gracias a mi buena suerte, todas salieron desenfocadas, por lo tanto nadie se va a enterar de que tengo pecas.

En esta foto estoy perdida en el zoco. Lo que llevo en la mano no es una bolsa de basura sino mi primera compra. Mi primer triunfo en el complicado y sutil arte del regateo. Logré salir de allí al cabo de unas horas. Los isleños se portaron muy bien, ninguno me atropelló.


La fortuna quiso que encontrara mi muela desaparecida. La tenía un dentista en la plazoleta de Jamaa el Fna. Y aquí estoy yo, feliz y con la boca abierta, dispuesta a que me la ponga. Al final no pudo ser. ¡A lo mejor es que estoy encogiendo, porque no me cupo!


Aquí un marraqueño se empeñó en llevarme al hotel en su carroza. La verdad es que todavía no se me había perdido un zapatito, entre otras cosas porque llevaba botas. Y las botas son más difíciles de perder... De todas formas se lo agradecí bastante. Se conoce que le caímos muy bien porque no quería irse. Hasta le tuvimos que pagar para que se fuera. ¡Qué amable y desenfadada es esta gente!

En esta foto estoy preparándome para volar la ciudad de "Agador"... O "Mogadir"... O Essaouira, para entendernos. La isla de Marruecos tiene que ser bien grande porque sólo vi el mar por este lado. La ciudad es toda blanca y azul, menos la gente, que es normal. Al final me arrepentí y no le prendí fuego al cañón. Entre otras cosas porque apuntaba al mar. Y los peces no tienen culpa.

Lo dejo aquí. La travesía ha sido larga y estoy cansada. Cuando logre volver del todo me sentaré y escribiré mi historia. Si consigo recordarla... Y desde que pueda pasaré por todas sus jaimas para ponerme al día. Por ahora, un beso grande a todos.

PD.- Señor Oscuro y ErMoya, muchísimas gracias.