miércoles, 22 de junio de 2011

La mancha

La historia de la cucaracha queda aplazada porque no me acuerdo del grueso del relato. Ni siquiera de su nombre... Además, ¡mi presente me reclama con todas mis últimas buenas nuevas!




¡Tengo un derrame ocular en un ojo! Qué alegría. Nunca había tenido uno... ¡Y lo estaba deseando! Aunque hubiera preferido un derrame ocular en un dedo. Que es más fácil de disimular... Además, es un derrame rojo. No lo entiendo...¡Con todas las verduras que estoy comiendo! Aunque los rábanos... No sé, va a tener razón mi madre. Que dice que como por los ojos... Pero con toda la ropa usada que tengo ¡ya se me podría haber derramado el derrame en una blusa! En fin..., que más vale que me conforme con el que me ha tocado, que los de chocolate son más difíciles de limpiar.

Pues el lunes fue la fiesta de mis niños. Es un día importante porque todas las madres, padres, tíos, tías, abuelas, abuelos, primos, primas y demás familiares vienen a ver las actuaciones de los hijos, hijas, sobrinos, sobrinas, primas, primos, nietos, nietas y demás conocidos. Y allí estaba yo... Con un ojo rojo y el otro a su lado. Orgullosa de mí misma y teniendo la certeza de que, gracias a mi nuevo y elegante look, iba a ser la envidia de todos, de tan conjuntada que iba con mi blusa blanca y roja y mi ojo rojo y blanco.

Y así fue. Nada más verme, una multitud de personas de ojos insípidamente blancos, se acercó a curiosear. Pestañeé cuatro veces y, tras quitarme las gafas de sol con gesto altivo, abrí los ojos cuanto pude y saludé cortésmente a unos y a otros. Yo creo que les gustó, porque todo el mundo tuvo algo que decir al respecto. ¡Pero qué ojo tienes! ¡Cómo tienes el ojo! ¡Qué tienes en el ojo! ¡Qué te pasó en el ojo! En fin, que no pararon de alabarme. Hasta que una madre, que es médico, no lo pudo resistir y me mandó a que me viera un compañero suyo. Qué bien. ¡Mi ojo iba a traspasar las fronteras del colegio! ¡A las once de la mañana! Lo nunca visto...

¡Y a las once de la mañana había gente en la calle! Para un ojo acostumbrado a las cuatro paredes de mi clase, fue todo un descubrimiento. ¡Pero si yo pensaba que de nueve a cinco las calles estaban desiertas! Hay que ver... Lo que ha aumentado el paro... Me abrí paso entre la multitud que me cercaba y, como pude, entré en el ambulatorio. Pregunté por el Sr. Oftalmólogo, dejando bien claro que me mandaba Ani para que me echara un vistazo. Al ojo... ¡Qué bien te atienden cuando no tienes cita! Hay que ver. Todo el mundo me conocía y me dieron hasta un caramelo cuando me puse amarilla. La próxima vez voy a decir que me manda Pepa a ver si cuela... Yo creo que me cambió el color cuando miré el reloj y recordé que lo último que había tomado había sido un cortado a las siete y media de la mañana.

Así que devoré el caramelo en un pis pas, mi piel se volvió a llenar de pecas y mi derrame adquirió el tono brillante y saludable al que me tenía acostumbrada. Todo marchaba a las mil maravillas. Sólo tenían que pasar dos horas más para que la enfermera me pasara a la consulta, me hiciera el historial y, de acuerdo con don Oftalmólogo, me dilatara las pupilas con unas gotas erróneamente inofensivas. Y todo para verme el fondo del ojo... ¡Pero qué curiosos! ¡Es como si yo voy a su casa y le miro el fondo del armario! Total, si todos los fondos son iguales... Es donde se termina todo, menos los sacos sin fondo que tienen un problema añadido.

Total y para no extenderme, me quedé ciega. Ahí, en la sala de espera, muerta de hambre, con las pupilas desparramadas, el ojo derramado y la moral por los suelos porque no distinguía cuál era la puerta del baño. En fin, que aguanté estoicamente hasta que volvieron a llamarme. Don Oftalmólogo me hizo sentar en una graciosa silla negra de un tamaño improvisado. El mío no era... Tenía los pies colgando, las manos aferradas a los brazos del sillón y la cabeza empotrada en un aparato extraño a la par que raro. Total que Don Oftalmólogo era fotógrafo también y, sin avisarme para adoptar una buena pose, empezó a dispararme miles de luces de todos los fulgores dentro de mis ya pobres y cansados ojos.

Y así estuvimos, jugando un rato al "Dime qué ves". Y como yo no veía nada ¡perdí! Hicieron trampas porque ellos ya se conocían el juego y yo iba de novata. ¡La próxima vez les voy a ganar a todos! Pero cuál fue mi sorpresa cuando el buen señor me dijo que había tenido una subida. ¿Un subidón yo? ¡Pero si el último canutillo ni me acuerdo cuándo me lo fumé! Total que salí de allí cegata, con fama de drogadicta pero viendo la vida de otro color: rojo...

Poco a poco se me ha ido limpiando el derrame ocular en el ojo. Gracias a él he aprendido muchas cosas: en la calle hay vida en horario escolar, los sacos pueden tener fondo si se lo proponen, tener la pupila dilatada y el ojo derramado al mismo tiempo es mala cosa y lo más importante: con todos los padres que tengo, ¡nunca seré huérfana! Hay que ver... ¡Y todo por mancharme el día que no era!