jueves, 29 de noviembre de 2007

Un año en un post

Va a ser verdad eso que dice la gente. Cuanto más creces, más rápido pasa el tiempo. Este año ha sido fantástico, pero se ha ido realmente volando. Cuando era pequeña los años parecían más largos. Ahora que soy mayor, un año no me da para nada. No me lo explico. Los años de hoy en día ya no son lo que eran...

Haciendo memoria he llegado a la conclusión de que apenas he salido de casa. ¡En todo el año!
En enero hacía demasiado frío, así que esperé a febrero. Como febrero tiene unas horas menos que el resto, cuando quise darme cuenta, ya había pasado. En marzo sólo fui a la farmacia. A comprar medicinas para la gripe. Y como en abril aguas mil... ¡tampoco salí!

Los cuatro siguientes los dediqué a reflexionar sobre el paso del tiempo y en septiembre, al ser el séptimo, me quedé durmiendo... En octubre empezaron a caer hojas. Así que me pasé todo noviembre limpiando el patio.

Y cuando miré el reloj ¡ya era diciembre...! No me lo puedo creer. Esto de que los años tengan doce días es una estafa. Ni que fuéramos mariposas...

Menos mal que cada día tiene 365 horas, que si no...


PD.- Si quieren enviarme lo más lejos posible durante una semana, aprieten el botón. ¡Nueva York!



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domingo, 25 de noviembre de 2007

Tu quoque mater?

Si hay algo que he procurado enseñarle a mi hija desde pequeñita es que hay que decir siempre la verdad. Aunque te cueste.

Mentir no es bueno para la salud. Si mientes no duermes bien y además, te crece la nariz. Como a Cyrano. Por eso siempre que conozco a alguien nuevo, antes de darle un beso, me quedo mirándole fijamente a la nariz. Aunque la verdad sea dicha, este truco no te protege del todo de los mentirosos...

Recuerdo una chica amiga mía que se llamaba Rosi. Rosi tenía una nariz descomunal, siempre roja y llena de pañuelos. Desde el primer día empecé a llamarla Esther. ¡A mí no me iba a engañar...! En esa época quedamos varias veces, pero yo nunca acudí a las citas. Porque no me la creía... Hasta que un día Esther se operó la nariz.

Cuál fue mi sorpresa cuando me di cuenta de que Esther, a pesar de su nariz pequeñita y respingona, seguía haciéndose pasar por Rosi. Aquel día supe que hay gente que nace mentirosa aunque intenten disimularlo por todos los medios. Las narices ya no eran tan fiables. Así que, desengañada, decidí creer sólo en lo que realmente me convenciera.

El día que me dijeron que La Luna era de queso, me lo creí. ¡Con lo que a mí me gusta el queso...! Y cuando lo dije en clase los niños quedaron encantados. El Ratoncito Pérez y Speedy González ya nunca pasarían hambre... Pero lo que nunca he podido creer es la absurda historia que cuentan por ahí de que los niños vienen de París. ¡Qué tontería! Como si todos los niños hablaran francés... Y además ¡también hay cigüeñas en España!

Este profundo y ensimismado tratado filosófico sobre la mentira tiene su razón de ser. No está aquí porque sí. Y tiene que ver conmigo. Aunque todavía no me ha crecido demasiado la nariz, yo también he intentado mentir alguna vez. Y ha sido desastroso. A pesar de mi amplia y enrevesada experiencia, no sé mentir. Y cuando lo hago, se nota. Mucho...

Así que empecé a ensayar con mi hija, a ver si lograba respirar mejor. Empecé un día de hace ya muchos años. Mi hija tendría unos seis por esa época. Tenía la niña un hermoso pelo largo del cual, como tiene que ser, se sentía muy orgullosa. Pero el destino, como siempre muy cruel, quiso que una voraz plaga de piojos hiciera su esperada aparición en el colegio. ¡Piojos! ¡Qué asco! No podía permitirlo. Una experiencia tan nefanda se salía de mis cálculos. Así que decidí llevarla a la peluquería para cortarle el pelo.

Por aquella época mi hija quería ser futbolista. Yo me sentía muy orgullosa de ella y, sin ánimo de lucro, me imaginaba haciendo anuncios televisivos como la madre de Ronaldiño. Qué suerte. Una hija futbolista. ¡Y famosa...! Le propuse pues cortarse el pelo, como cualquier futbolista que se precie, pero la niña dijo que no. ¡Que cómo iba a ponerse la cinta en la frente con el pelo corto! Y por mucho que intenté convencerla de que Sansón siguió metiendo muchos goles después de cortarse la melena, no hubo nada que hacer.

No podía ser. No sentía ningún rencor especial hacia los piojos, pero, en esa época, prefería las hormigas. Así que me armé de valor, me senté en el sillón, le cogí las manos y mirándola fijamente con los ojos cerrados... le mentí. "Sólo van a ser las puntas linda- le dije con todo el descaro del mundo- No voy a permitir que la mala de la peluquera te corte más". Y se lo creyó. ¡Angelito!

Fuimos al matadero cogidas de la mano. Y cantando "Abuelito dime tú" llegamos alegremente a la peluquería. Cuando le tocó el turno a mi hija la senté dulcemente en el sillón, contemplando por última vez su largo pelo de color indefinido. Rápidamente puse en marcha mi plan. Con voz atronadora y cantarina dije lo más alto que pude: "Sólo son las puntas ¿eh? ¡Las pun-tas!".
Y como la niña estaba de espaldas empecé a mover las manos en el aire indicándole con gestos inequívocos a la peluquera que tenía que cortar bastante. Si hubiesen traducido mis movimientos se hubiera oído: ¡Cortaaa, corta todo lo que puedas!

De repente me quedé paralizada con un mechón de mi pelo en la mano y dos dedos en forma de tijera cortándolo, mientras mi boca muda decía en silencio "cortaaa". Mi hija, de espaldas a mí, estaba sentada, como no, frente al espejo, en el que se estaba reflejando toda mi traición. ¡Pero a quién se le ocurre poner una espejo en una peluquería! ¡Maldición! Estos decoradores modernos no saben lo que es sobriedad. ¡Si con una pared basta! ¡Qué necesidad de verse uno la cara!

Sus ojos atravesaron el espejo y fueron a darme directo al corazón y a la vergüenza. Me sentí cual Bruto traicionando a César. Pero al revés... Bruta yo, sin lugar a dudas, y bruta también la peluquera que no fue capaz de pararme a tiempo. Total que le cortaron la puntas. Sólo las puntas. Y salimos de allí cómplices discretas de una mentira concebida y abortada al mismo tiempo.

Nunca me lo echó en cara. Nunca. Pero lo tiene dentro, lo sé. Desde entonces, cuando vamos juntas a la peluquería, se sienta de espaldas al espejo, me mira y se ríe con sorna.
Yo bajo los ojos, cojo una revista, me acurruco en una esquina y espero, paciente, a que termine.

Moraleja: Si no sabes mentir bien, más te vale predicar con el ejemplo.







miércoles, 21 de noviembre de 2007

A la tercera... fui la vencida

A veces las cosas más simples pueden hacerte muy feliz.

Y qué feliz me sentí yo aquella noche cuando, por fin, pude entrar en mi casa. No me lo podía creer. Estaba dentro. A salvo. Y con mis nuevas llaves de seguridad en la mano.

Llaves de seguridad. Qué portento. Nunca había tenido unas. Las miré detenidamente preguntándome cuál sería su secreto. Eran grandes, doradas, parecían unas llaves corrientes. Pero no. Algo especial tenían que tener, que para eso se llamaban llaves de seguridad... Lo cierto es que a partir de ese momento dejé de tener miedo. ¡Con mis llaves de seguridad ya no podía pasarme nada malo!

Las llaves de seguridad son como el ángel de la guarda. Te protegen en todo momento. ¡Incluso funcionan de noche! No entiendo por qué las estrellas contratan guardaespaldas pudiendo tener llaves de seguridad, que abultan menos y son igual de efectivas. Si todo el mundo tuviera unas, muchas cosas cambiarían. Incluso podríamos ir al cine a ver películas de miedo...

Desde aquel día no volví a separarme de mis llaves. Durante el día las llevaba siempre puestas y por la noche las metía debajo de la almohada por si aparecía algún espíritu. Tan tranquila y satisfecha me sentía que hasta le di las gracias a mi hija por tan acertado olvido y, sin pensármelo dos veces, no le cobré el gasto del cerrajero. Cuando las cosas se hacen bien, merecen su recompensa. Y esta vez mi hija se la merecía...

Y así pasaron los días, ni cortos ni perezosos, más bien todo lo contrario. Yo me sentía incluso un poco más gordita de tan segura que estaba. En la calle cruzaba sin mirar si venían coches y, antes de acostarme, dejé de levantar la colcha para ver si había alguien debajo de la cama. El cerrajero, con su mirada perdida y pescadora, me había hecho un regalo sin parangón. La seguridad.

Hasta que el miércoles las cosas empezaron a torcerse... Realmente lo que se torció primero fue mi mano derecha. ¡Las llaves de seguridad eran defectuosas! No podía ser. Qué contradicción tan contradictoria. Cada vez que las usaba se quedaban trabadas y, a medida que pasaban los días, era más difícil abrir la puerta. Así que empecé a cruzar la calle mirando de reojo. Por si acaso... Y mi seguridad empezó a menguar sin acopio.

El viernes por la tarde la puerta ya no abrió. Con un esfuerzo precoz de mis falanges, falanginas y falangetas logré, tras un buen rato, pasar la llave y entrar. Me dirigí, incrédula, a la cocina, cogí aceite y una cucharilla y, evitando pensar en males mayores, embadurné la cerradura todo lo que pude. Sin ganas de llorar, pero llorando, volví a la cocina y busqué el paño más grueso que tenía. Así que con destreza y armada con el paño, introduje la llave en la cerradura (con la puerta abierta, que no soy tonta...) y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, logré pasarla. Un aceitoso "plop" fue lo último que oí de mi puerta. La llave no se movió más. Ni entraba ni salía. Y la puerta quedó abierta pero con la llave pasada. Y con dos vueltas...

Por fin llegó el momento de pensar. Así que me senté. En el suelo. Y llegué a una conclusión del todo sorprendente: ¡Si las llaves de seguridad ya no eran seguras, seguramente no sería seguro dormir con la puerta abierta! El cerrajero me había engañado. ¡La seguridad no existía! ¡Qué lección tan magistral! Eso sí, un poco cara... Pero el Saber no tiene precio...

Y el cerrajero volvió. Esta vez sin caña, sin semáforo y sin taladro. A cambio se trajo una lija eléctrica. De esas tan monas que se usan para cortar azulejos...

Y volvieron a ser las diez de la noche de un hermoso viernes. Todo estaba en silencio. El cerrajero sacó la llave como pudo y enchufó la lija. Yo me encerré en el baño más lejano, me tapé los oídos y comprobé lo bien que se oía de todas formas. Esta vez no me cobró, hasta feo estaría... así que lo dejé ir sin compromiso. Tampoco salieron los vecinos.

Pero perdí la fe. Ya nada me consuela. La cosa más segura que he tenido en mi vida me ha fallado. He retomado mi antigua costumbre y cada noche, como quién no quiere la cosa, me pongo de rodillas y casualmente, miro debajo de la cama. Sólo cruzo la calle en los pasos de peatones. Y le he dicho a mi hija, sin remilgos, que le toca prepararme el desayuno hasta que su deuda esté soldada.

Aunque pensándolo bien, no todo está perdido. Un día de éstos pido cita con San Pedro, a ver si, cordialmente, hacemos un trueque...

sábado, 17 de noviembre de 2007

... y paciencia.

Eran las diez de la noche de un hermoso viernes. Todo estaba en silencio. La luz de la escalera se apagaba de forma intermitente creando una atmósfera de ensueño. Y allí estábamos mi hija y yo, muertas de hambre y delante de una puerta más terca que un zorro. En ese momento decidí tocar el timbre de la vecina y, de paso, llamar a un cerrajero...

Mi vecina es abogada, así que no le gusta hablar. Es muy reservada. Nos abrió con el pijama de los viernes, nos hizo pasar amablemente, nos sentó en su sala y, sin casi mediar palabra, empezó su alegato. Qué bien hablan los abogados, qué riqueza de vocabulario. Nos contó en detalle sus últimos quince días. Con noches incluidas. Hay que ver... Qué reunión tan entretenida y qué interesante monólogo...

Logré interrumpirla hacia las once y, haciendo memoria, le expliqué por encima el motivo de mi visita. Sólo entonces mi hija confesó. Las llaves estaban dentro, sí, pero metidas en la cerradura... Tres saetas fulgurantes salieron de mis ojos en dirección a mi hija. Casi le doy... Pero por mucho fuego que pusiera en mi mirada, el presente no iba a cambiar, en todo caso se calentaría. ¿Y si llegaba a evaporarse? No podía correr ese riesgo. Así que me dispuse a llamar al cerrajero.

El cerrajero estaba pescando. ¡A quién se le ocurre...! ¡Ir a buscar las llaves al fondo del mar un viernes! ¡Y por la noche, que no se ve! Esto en Madrid no pasa... Me armé de impaciencia y no me quedó otro remedio que esperar a que el chico terminara su faena.

Se conoce que la mar estaba en calma y la noche era estrellada, porque apenas una hora después sonó el megáfono. ¡Nos llevamos un susto...! Bajé la escalera como alma que lleva el cántaro y cuando por fin tuve delante al cerrajero, le conté todos mis problemas. Bueno, todos no... Pero unos cuantos. ¡Es que estaba tan contenta de que alguien me escuchara...!

Mientras hablaba me iba dando cuenta de lo que se parecía mi cerrajero a un semáforo. ¡Tenía los ojos verdes y rojos! Bueno, más rojos que verdes. Y desprendía un olorcillo a cerveza verdaderamente irreprochable. Me puse a pensar en qué barra habría estado pescando el cerrajero. ¡Mira que ir de pesca y beberse la caña...! Lo cierto es que había pescado una merluza de aquí te espero...

-¡En un momentito te lo arreglo!- Dijo con tono firme y balbuciente. Sacó un tarjetón y empezó a pasarlo por la cerradura, arriba y abajo, arriba y abajo, acompañando el baile con unos tremendos patadones a la puerta. Mis ojos doblaron su tamaño natural en cuestión de segundos. ¡Se estaba cargando mi puerta a patadas! La emoción me impidió hablar y cuando el muchacho se dio cuenta de que aquello no se movía, decidió romper el picaporte.

Quitó los tornillos y con el canto del destornillador rompió todo lo que pudo. Yo seguía muda y lo único que atinaba a hacer era mantener el dedo pegado al interruptor para que no se apagara la luz. El escándalo en la escalera era infernal. La caja de herramientas, las imprecaciones del cerrajero, los golpetazos y las patadas retumbaban dulcemente en el ambiente. ¡Qué acústica tenía mi escalera! Ya me estaba planteando ponerme a cantar un solo a cappella, cuando el cerrajero decidió usar el taladro para reventar el tambor. De la cerradura, claro...

De repente me sentí indispuesta. No sé qué hora tendrían los demás, pero mi reloj marcaba las trece menos quince. ¡Y de la madrugada! ¡Qué dirían los vecinos! Pensé esconderme detrás del ficus de la entrada, pero maldición ¡Iba vestida de rojo! Con tres nudos en la garganta, enchufé el taladro en casa de la vecina y... el fin del mundo empezó.

Aquello se hizo eterno, de repente me sentí más vieja. Y más sabia. Al final, cuando todo quedó en silencio, se abrió tímidamente la puerta de enfrente. Eran unos vecinos preocupados por si alguien estaba intentando robar... Me tranquilizó la rapidez de su intervención. Menos mal que esa noche no tenía intención de robarme nada... Lo cierto es que la puerta se abrió, faltaría más... El cerrajero cambió la cerradura, me dio un juego de llaves de seguridad nuevo, me cobró tres ojos de la cara y se fue igual de borracho que había venido.

Me consolé pensando que si había algún vecino que no me conocía, aquella noche se había enterado de que yo vivía en el primero. Y por fin entré en mi casa con la firme intención de no volver a llamar nunca más a un cerrajero.
Si me vuelve a pasar algo así, pensé, llamaré a un cerrajista. Y si me apuras, buscaré el número de un cerrajólogo, que son más modernos.

Lo que yo no sabía en ese momento era que no pasaría mucho tiempo antes de tener que volver a llamar de nuevo al cerrajero...

martes, 13 de noviembre de 2007

Mi nuevo abrigo de lana

Martes trece de noviembre, fun fun fun.
Martes trece de no-viem-bre, fun.

¡Qué alegría! Cómo me gusta esta época. Aunque aquí en las islas hace un sol que raja las piedras, pronto será navidad. Bajan las temperaturas, hay borrascas y ventorrillos en todas partes, chubascos débiles a desconsiderados, mar gruesa tirando a mareadilla o a fuerte mareada, vientos trajeados de componente norte e, incluso, intervalos nubosos tendiendo a escandalosos en el resto... Vamos, síntomas inequívocos de invierno en toda España. Toda ...menos aquí.

Pero a mí ya no me engañan. Es todo un complot para que no saquemos la ropa de invierno. El calendario no puede equivocarse, que para algo lo hicieron... Y si la tele dice que en noviembre hace frío... ¡hace frío! Faltaría más... ¿Pero quién ha puesto el sol ahí? No me queda otro remedio que pensar que se trata de un espejismo. No me van a convencer de lo contrario.

Y con estos alegres pensamientos me levanté esta mañana, dispuesta, hoy más que nunca, a estrenar mi nuevo abrigo de lana. Así de convencida me dirigí a la ventana buscando una tierna nubecilla aunque fuera simplemente de algodón. Pero como viene siendo habitual últimamente, el reflejo del sol en las aceras rebotó como un relámpago a mis mis ojos, cegándome sin piedad y sin remedio y dejándome, más que nunca, turulata.

Me dio igual me dio lo mismo. Me vestí, desayuné, me duché y justo antes de salir, me calcé mis gafas de sol para evitar más confusiones. Y de repente, como por arte de magia, todo cambió. Benditas gafas... De pronto se oscureció la mañana, no acertaba a ver nada, ¡hasta tuve que encender la luz para encontrar el bolso...! ¡El invierno había llegado! Y si no era invierno, era otoño por lo menos... Lo que estaba muy muy claro es que el sol ya no brillaba como antes.

Sin pensármelo tres veces di la vuelta y, con el corazón rebozado de alegría me dirigí animada y cejijunta a mi armario, dispuesta a escoger, sin miramientos, la tan deseada ropa de invierno. En un momento estuve lista. Pantalón de pana, jersey de cuello alto, botas de ante, bufanda de cuadros, gorro de punto y como no ¡mi nuevo abrigo de lana...! Me miré satisfecha en el espejo. Qué mona estaba toda forradita. Sólo me faltaba una zanahoria en la nariz para parecer un muñeco de nieve de tan acorde que estaba con la época.

Bajé a trompicones la escalera y con mucho esfuerzo conseguí meterme en el coche. Conducir con el abrigo puesto es sensacional, tienes que pensar con antelación cualquier movimiento, por si acaso no te de tiempo. Es como si fueras un astronauta, pero en tu coche...

Conduje bastante distraída, porque la calefacción se había atascado y teniendo en cuenta que mi coche no tiene calefacción, allí dentro hacía demasiado calor. No me lo explico. ¡Si acabo de sacarlo del taller! Para distraerme un poco más me entretuve mirando los termómetros que hay por el camino. Marcaban 28º. ¡Pero quién los habría roto! Mira que hay gamberros... Quitarles las comas a los termómetros...

Por fin llegué al colegio con una temperatura ambiente de 2,8º. Qué gozada. Cuando me bajé del coche todo el mundo se me quedó mirando. Yo, consciente de mi elegancia natural, me acerqué al grupo de infiltrados y, como quien no quiere la cosa, les enseñé el forro de borreguillo de mi nuevo abrigo. Les encantó. Pero...¿qué hacía todo el mundo de asillas y con sandalias en noviembre? Vale que cobramos poco, pero para un par de zapatos cerrados da... En fin, que a la gente le gusta llevar la contraria. No cabe duda.

No voy a contar cuánto disfruté el resto del día vestida de invierno. Fui el centro de todas las miradas. A media tarde me entraron unos sofocos sublimes y me asusté un poco pensando en una nueva gripe, tenía un calor más que sofocante, pero no me dio fiebre. Eso sí, el abrigo no me lo quité en todo el día, por si las moscas.

Mañana, cuando salga, me pondré las gafas más oscuras que encuentre, así podré estrenar el chaquetòn polar que, a pesar de la época, todavía no me he podido poner...

Pero el sábado... ¡me voy a la playa!

viernes, 9 de noviembre de 2007

Herencia, experiencia... y paciencia

Tengo la terrible y desconcertante impresión de que mi hija ha heredado mis despistes. Llevo observándola un tiempo y cada vez estoy más convencida. Lo noto sobre todo por la mañana, cuando nos cruzamos por el pasillo y no nos reconocemos. A veces nos saludamos cortésmente con una leve inclinación de cabeza, en ocasiones nos damos la mano, pero hay días, los más frecuentes, que nos llevamos unos sustos tremendos.

Esto no puede seguir así. No es bueno para la salud. Empezar el día encontrándote con un intruso en casa es de lo más estresante. Estoy pensando poner una foto suya en mi mesa de noche para acordarme de su cara al despertarme y ya he mandado a hacer un póster gigante con la mía para pegarlo en su puerta. A ver si así desayunamos tranquilas...

De todas formas el mío es un despiste maduro, centrado, un despiste experto, fruto de muchos años de trabajo. El suyo no. No hay modalidad que se le resista. Es buena en todo. Perdiendo cosas es la mejor. Pierde llaves, ropa, apuntes, dinero... ¡una vez hasta perdió un avión! Todavía no me lo explico. Dónde lo metería...

Y mira que le digo y le digo. Encauza tus despistes, especialízate, no quieras abarcarlo todo... Pero ya se sabe, la juventud es así, necesitan experimentar. Y por mucho que yo intente aprenderme el DNI para que le sirva de ejemplo, si ella no pone de su parte, nunca sabrá exactamente en qué piso vive.

Hace unos meses, si la memoria no me falla, estaba muy tranquila en casa de mi no pareja. Me preparaba para mi famosa maratón de sueño del fin de semana, cuando, de repente, sonó mi móvil. Era una llamada perdida. Supe al instante que era ella. Mi hija. Porque siempre tiene ese gesto altruista de dejar que le devuelva la llamada. Así que la llamé.

-Mami, que no puedo entrar en casa...
-¿Y dónde estás a estas horas?
-Aquí... en casa...
-¿Y entonces...?
-Pero es que estoy fuera...
-¿Y a qué esperas?
-Se me quedó la llave dentro...
-¡Pues yo no te puedo abrir porque no estoy!
-¿Entonces no toco el timbre?
-No, es mejor que llames a tu madre.
-Vale, pues dame el número.
-Es que no lo tengo a mano...

De repente me di cuenta de lo que estaba ocurriendo en mi casa. ¡Maldición! ¡Mi hija estaba fuera! ¡Yo no estaba dentro! Y lo que es peor ¡No podía darle mi número porque no me acordaba! ¿Cómo me iba a avisar mi pobre hija de lo que le estaba pasando? Activé rápidamente todas mis conexiones y empecé a pensar. Me costó. Pero tras un esfuerzo innecesario, mi no pareja me aconsejó que volviera a casa y abriera la puerta con mi llave. Mi no pareja es genial. Lo intuyo en instantes como ése. Así que, con una sonrisa que me llegaba al suelo, me dispuse a coger el coche para salvar a mi hija.

Me estaba esperando sentada en la escalera, como una princesa, y yo, al verla tan bonita y fresca, no pude evitar darle un potente pellizcón en el brazo a modo de bienvenida. Le gustó tanto que subimos todas las escaleras dándonos nalgadas y tirándonos del pelo. Fue divertidísimo.

Por fin llegamos a casa, no sin antes comprobar los nombres en el buzón para asegurarnos del piso, y cuando ya estuvimos completamente seguras de que era nuestra puerta, saqué la llave y la metí, con gesto triunfal, en la cerradura. Miré a mi hija con ojos de cerrajero y me dispuse a abrir nuestra mansión.

Los dedos se me quedaron morados. Por mucho que girara la llave a un lado y al otro, la puerta no se movía ni un gramo. Saqué la llave, la volví a meter, lo intenté con todas las llaves del llavero, lo intenté con la llave del buzón, lo intenté con la rodilla, lo intenté con todo el cuerpo... pero la puerta no se abrió.

Eran las diez de la noche de un hermoso viernes. Todo estaba en silencio. La luz de la escalera se apagaba de forma intermitente creando una atmósfera de ensueño. Y allí estábamos mi hija y yo, muertas de hambre y delante de una puerta más terca que un zorro. En ese momento decidí tocar el timbre de la vecina y, de paso, llamar a un cerrajero...

Pero la historia del cerrajero es tan tremendamente encantadora... que prefiero dejarla para otro día.

martes, 6 de noviembre de 2007

Lailo lolailo la

Cada dos años cambiamos de curso. Así es, cuando te encariñas con algo, la vida va... y te lo quita.
Si no fuera porque cada dos años se te rompe el corazón, cambiar de niños es una muy sana costumbre.

Con mi inefable memoria sólo necesito un trimestre para aprenderme los nuevos nombres. En el segundo trimestre me aprendo los apellidos. Y en el tercero ya puedo asociar los nombres a las caras. Es un método muy práctico, porque te permite dedicar todo el segundo año a averiguar a qué padres pertenece cada niño.

Cuando empiezo con una clase nueva, aprovecho cualquier cosa para que los niños digan en alto su nombre y cada vez que uno habla le pregunto cómo se llama. Recuerdo el día, hace ya unos años, en que se me ocurrió preguntarle el nombre a Roberto...

Era un niño chiquitito y muy alegre, de pelo rizado y cara redonda. Se puso de pie y con voz aguda contestó: ¡Lobelto Lodlíguez Lamos!

¿Lobelto Lodlíguez Lamos...? No podía ser. Nunca había oído tal nombre. ¿Cuál sería su procedencia? Me dediqué a buscar todos los nombres con L de la historia, pero, por mucho que investigué, Lobelto no salía por ningún lado. Tampoco me sonaban los apellidos. Aunque el Lodlíguez tenía cierta reminiscencia húngara...

El idioma de este niño era un verdadero problema. Cuando le tocaba leer, aunque lo hiciera con bastante fluidez, los demás oíamos cosas como ésta:

Elle que elle, guitalla,
Elle que elle, ballil,
Qué lápido luedan las luedas
Del fellocallil.

Utilizando mi innovador método de observación directa, me di cuenta, durante un recreo, que los demás niños lo entendían. Así que me planteé que a lo mejor el problema lo tenía yo por no saber idiomas... Indecisa y estupefacta decidí pasarle una prueba. Lobelto, lo llamé, tradúceme esto.

La frase decía: El burro rebuzna y el gorrión está en la rama.
Cuál fue mi sorpresa cuando Lobelto tradujo: El bullo lebuzna y el gollión está en la lama.
¡Roberto no era húngaro! ¡Era húngalo! Qué alegría...

Decidí intervenir, así que a partir de aquel día dejé de llamarlo Lobelto, y en mis horas libres me lo llevé a la biblioteca para enseñarle a pronunciar la R. Nos sentábamos los dos en una esquina, de espaldas a la bibliotecaria y yo, muy bajito, le decía cómo colocar la lengua detrás de los dientes y acto seguido empezaba: Venga Roberto, es fácil. Rrrrrrrrrrrrrrr. El niño me miraba muy atento y repetía con mucho interés: Llllllllllllllllllllll... Parecíamos dos motos arrancando. Una de tierra y otra de agua...

Después de un par de semanas sin éxito alguno, empecé a preocuparme seriamente por Roberto. Me pasaba el día pensando en nuevas estrategias a seguir y llegó un momento en que hasta yo empecé a confundirme. Lo noté cuando, sin casi darme cuenta, le dije a mi hija: Pleciosa, tláeme el tenedol y la cuchala pala levolvel el alloz... Me quedé de piedra. ¡Desde cuándo se revuelve el arroz! ¡Dónde se ha visto!

Así que decidí llamar a la madre. De Roberto.
Yo estaba indignada. ¿Cómo era posible que la madre no se hubiese dado cuenta? Vale que yo... ¡pero la madre...! ¿Y cómo le enfocaría el tema? ¿Y si se ofendía? ¿Y si le daba lo mismo? ¿Y si era sorda? No sabía cómo decírselo. Pero estaba claro que Roberto tenía que ir urgentemente a un logopeda.

Me armé de valor y concerté una cita. El miércoles siguiente, a las cinco, me esperaba fuera de clase una mujer menuda, de rostro claro y sonrisa afable. La invité a entrar y justo cuando estaba a punto de empezar el discurso que me había preparado, me dijo:
-Buenas taldes, soy la madle de Lobelto. ¿Es usted su plofesola?

Respiré muy hondo aquel día y todo lo que tenía pensado se me borró de golpe.
La vida es así, lo dije antes. Cuando menos te lo esperas, te suelta un bofetón...

jueves, 1 de noviembre de 2007

Lo que fue, fue.

Lo que más me gusta del presente es que, cuando menos te lo esperas, ya es pasado. Por eso hay que saber aprovecharlo. Cuando estoy muy asustada siempre uso esta táctica y pienso que lo que me está pasando, pronto va a ser un recuerdo. Como no podía ser menos, por fin el martes ha pasado, así que puedo escribir con la más absoluta tranquilidad porque no va a volver. Eso espero...

El martes se presentaba como el día más emocionante del año. Tenía cita con dos dentistas. ¡Dos hombres sólo para mí! No me lo podía creer. Me levanté de muy buen humor, sobre todo porque me iba a fugar de clase por la tarde, y con esos alegres pensamientos me dispuse a desayunar medio bote de calmantes por si se me ocurría desaparecer antes de las citas.

Hoy en día los dentistas prefieren llamarse estomatólogos o Don Tólogos, será que son nombres más misteriosos y circunspectos. Aunque yo creo que al que se le ocurrió llamar estomatólogo a un dentista se equivocó, porque, que yo sepa, el estómago no tiene caries, ni se empasta... Lo único que puede pasar es que te tragues un diente. Una niña mía estornudó en clase y se le quedó un diente en la mano. Si hubiera tenido hipo...se lo habría tragado. Pero hay métodos más naturales para sacar un diente del estómago sin tener que recurrir a un estomatólogo...

Después están los Don Tólogos. ¡Qué casualidad que todos se llamen igual! Seguro que sus padres sabían que iban a ser dentistas y los llamaron así. Don Tólogo me parece una forma mucho más familiar y cortés para llamar a un dentista. Te sientes como en casa, en confianza, y así te relajas mucho más porque puedes dirigirte a tu dentista por su nombre de pila.

En fin, volvamos al martes. La primera cita era a las cuatro y la segunda a las cinco y media, bastante ajustaditas pero tremendamente agotadoras. Cuando entré en el baño para arreglarme y se fundió la bombilla pensé que era una señal. Mala... Y cuando me asomé a la ventana y empezó a llover, tuve la certeza de que el día no iba a ser soleado. Aun así salí de casa. Una cita es una cita, y dos citas son el doble...

A mitad de camino me di cuenta de que se estaba apoderando de mí uno de mis más hilarantes ataques de pánico. Lo supe por lo que chirriaban mis articulaciones, también me di cuenta porque el volante se agarró a mis manos sin intención de soltarse, y además la tierra se quedó sin aire. Respiraba afanosamente, como si fuera a dar a luz de un momento a otro, y con los ojos como platos intenté cantar una canción. Sólo me salió una frase, pero en inglés y con un timbre muy sonoro y cálido. Todo el camino conduje en primera, para no llegar muy pronto.

Entré a la primera consulta y le pregunté a la enfermera: -¿Está Don Tólogo?- Se me quedó mirando a los ojos un buen rato, sin moverse ni pestañear, y por fin, muy amablemente, contestó: -Don Luis está a punto de llegar- ¿Don Luis? Tiene que ser la excepción que confirma la regla, pensé para mis adentros.

Cuando por fin llegó Don Luis, le enseñé la famosa radiografía, la miró unos instantes, consultó con una colega y, con una amplia sonrisa de estomatólogo me dijo:
-¡Qué mala suerte! Un caso entre mil. Es una reabsorción radicular. No hay nada que hacer.
Con una amplia sonrisa de maestra le dije ¡Ah! Di las gracias afectuosamente por tan buenos auspicios y puse en práctica mi nuevo poder. Así que desaparecí.

Me volví a materializar en la consulta del segundo dentista, mi Don Tólogo de siempre. Esta vez, como buena futuróloga, sabía lo que me iba a pasar, así que entré al despacho disimulando. Me reconocieron enseguida, no me lo explico. Don Tólogo me abrió a duras penas la boca, volvió a examinar mi muela menguante y le dijo a la enfermera: ¡Hay que eliminarla!

En ese mismo instante llegué a la terrible e inquietante conclusión de que los dentistas pertenecen a la mafia. ¡Mamma mía, la cosa nostra! Mi muela iba a ser eliminada y cualquiera les dice que no. Que después me mandan un sicario y a ver...

Total que se salieron con la suya. En un pis pas eterno, eliminaron la muela traidora y yo, aliviada y contrahecha, me sentí tan agradecida y humillada que me hice miembro de la mafia.
Esa tarde supe que mi Don Tólogo, en realidad, se llamaba Don Vito.

Y así fue la historia, sin pena ni gloria.
Sólo añadir lo siguiente: es cierto, me equivoqué. No estoy desapareciendo, lo cual es un alivio, sólo me estoy reabsorbiendo. Hace dos días, desde que me enteré, estoy practicando mi nuevo don, la reabsorción, para controlarlo a mi antojo. Pero me gustaría saber, porque todavía no caigo, cuál es su utilidad... Tendré que pensarlo.